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Lenguaje, desnaturalización y la mirada del jaguar
Lenguaje, desnaturalización y la mirada del jaguar
por Julie Wark
por Julie Wark
Lenguaje, desnaturalización y la mirada del jaguar
Julie Wark (*)
sinpermiso.info/
18/12/2022
Cuando trabajas como traductora freelance, a veces se amontonan extrañas constelaciones de cosas sobre tu mesa, como si quisieran que las liberaras de su estado fragmentario intentando verlas como un conjunto. Así, lo que se aglutinó la semana pasada fue revisar una traducción al catalán de un texto de Wendy Hollway titulado How the Light Gets in: Beyond Psychology’s Modern Individual; traducir al inglés una novela, aparentemente sobre el amor del escritor catalán por su gato (llamado Nube) pero también los intentos fallidos de un hombre de ciudad por encajar en una pequeña comunidad rural cerrada; escribir un texto para una gran exposición sobre el Amazonas y el conocimiento indígena; e intentar volver a un libro a medio escribir sobre sexo, género y derechos humanos. Todas estas rarezas han revelado un patrón de ciertos aspectos de la catástrofe climática y sus orígenes en la modernidad, la ciencia, las nociones de naturaleza, el género, el lenguaje y la violencia. Lo que sigue no puede ser nada parecido a una disquisición, sino sólo impresiones de lo que he vislumbrado.
Nadie, salvo los negacionistas más recalcitrantes, puede desestimar la evidencia de que la destrucción humana de la naturaleza, sus animales, vegetales y minerales, lo ha llevado todo al borde de la extinción. Pero esto no ha ocurrido de la noche a la mañana. Un punto álgido es el genocidio, hace siglos, en una época en la que los humanos estaban cortando brutalmente su conexión con la naturaleza y, como resultado, su naturaleza humana. De hecho, la palabra “humano” procede originalmente del latín humanus, relacionado con humus que significa “tierra” y seres terrenales, en contraposición a dioses (lo que hace a todos los seres más o menos iguales en virtud de ese hecho). Esta ruptura es la piedra angular de los actuales modelos de injusticia. En palabras de Hollway, la modernidad supuso la “embestida de 500 años contra las relaciones precapitalistas y animistas con el mundo natural que se produjeron en Europa a partir del siglo XV y se extendieron desde allí” (tanto en el espacio como en el tiempo).
Un estudio reciente calcula que los colonos europeos mataron o provocaron la muerte por enfermedad de unos 56 millones de indígenas en cien años tras su llegada a América. Toda esta muerte cambió el clima global porque “la Gran Mortandad de los Pueblos Indígenas de las Américas condujo al abandono de suficientes tierras despejadas en las Américas como para que la absorción terrestre de carbono resultante tuviera un impacto detectable tanto en el CO2 atmosférico como en las temperaturas globales del aire superficial en los dos siglos anteriores a la Revolución Industrial”. Por lo tanto, contrariamente a lo que muchos científicos han creído sobre las causas naturales, el genocidio fue un factor importante de la intensificación de los efectos de los gases de efecto invernadero de la Pequeña Edad de Hielo (siglos XIV a XIX). La muerte de los indígenas americanos también provocó cambios en la sociedad, la geografía, la economía y la historia europeas cuando los recursos naturales saqueados y enviados desde el Nuevo Mundo permitieron que la población y las ciudades europeas se expandieran, y que la gente abandonara la agricultura de subsistencia para trabajar por un salario en las primeras industrias y comprar nuevos bienes en los nuevos mercados.
Una parte de la historia, la del género, suele pasarse por alto. Una notable excepción es Silvia Federici, que muestra cómo los gobernantes tenían que controlar no sólo los medios de producción, sino también los de reproducción (es decir, las mujeres). Si una mujer era revoltosa, tenía que ser una bruja, “la comunista y terrorista de su tiempo, que requería un impulso ‘civilizador’ para producir la nueva ‘subjetividad’ y división sexual del trabajo en la que se basaría la disciplina laboral capitalista”. Si el honor del hombre pertenecía a la esfera pública y estaba relacionado con la propiedad, el de la mujer se situaba en su cuerpo de virgen pura, esposa fiel o viuda respetable. No era su honor sino el de su marido, pues ella era una propiedad, un bien mueble que no podía negar a su marido sus “derechos” sobre su cuerpo. Sin embargo, en realidad, las mujeres desempeñaban funciones esenciales. Daban a luz, criaban a las nuevas generaciones, controlaban la anticoncepción y el aborto, eran curanderas y gestionaban todo tipo de relaciones en el mundo natural precapitalista. Y estos poderes tuvieron que ser reprimidos entonces, y también hoy, cuando todavía están muy vivos en muchas sociedades indígenas y las exigencias del capitalismo requieren que sean extirpados.
La relación privilegiada de las mujeres con el mundo natural no era explotable, así que había que cambiarla. Más allá de los poderes de los hombres, se llamaba magia y esto era “un obstáculo para la racionalización del proceso de trabajo … una forma de negarse a trabajar, de insubordinación, y un instrumento de resistencia popular al poder”. La respuesta fue la caza de brujas, una guerra de terror contra las mujeres europeas y también contra los súbditos coloniales para obligarlas a aceptar sus nuevas funciones (re)productivas y sus identidades sociales degradadas. El terror sigue activo contra las mujeres indígenas que se niegan a ser un medio de producción y reproducción capitalista. Un ejemplo son los ataques contra las mujeres tribales de la India que resisten aferrándose a las antiguas formas de producción de subsistencia.
Si hay que controlar la reproducción, el cuerpo de las mujeres se convierte en sospechoso. El neoliberalismo y su representación de las mujeres las ha llevado a desnaturalizar y mutilar obedientemente sus propios cuerpos, lo cual es, por supuesto, un buen negocio. La vergüenza corporal se infunde insidiosamente de todo tipo de maneras, desde llamar a la menstruación la “maldición” (la curiosa Eva que recae sobre todas las mujeres) hasta el Botox casi obligatorio, los retoques, pasando por la vaporización de la vagina promocionada por Gwyneth-Paltrow a 250 libras la unidad, “increíbles productos de belleza para la vagina”, la “vagina de diseño”, la “optimización” de la vagina con rejuvenecimiento, la labioplastia, la reducción del capuchón del clítoris, la himenoplastia, el aumento de los labios mayores, la vaginoplastia, la liposucción del monte de Venus y la depilación de la zona genital, por no hablar del vajazzling (pegar brillantes o cristales de Swarovski en el “chochete”). La vulva debe estar limpia y ordenada. Las visiones genéricas del cuerpo, el sexo, la higiene y las manifestaciones físicas normativas de la sexualidad funcionan como industria capitalista.
Estas correcciones corporales son una forma de desencantar los poderes de las mujeres y, si se quiere dominar el mundo, hay que “desencantar” todo controlándolo. Lo mismo ocurre con los pueblos indígenas, los actuales defensores de los bosques, y su cosmos. El cosmos de la bruja como organismo vivo poblado por fuerzas ocultas, en el que cada elemento está en sintonía con los demás, está muy próximo a la cosmovisión indígena. Para que existiera el capitalismo, había que destruir las creencias que vinculaban a las personas con los animales, la tierra, el sol, las estrellas, la luna, los mares, los ríos y las rocas. La división del trabajo en función del género también exigía una separación entre humanos y animales y, hoy en día, el desprecio por los animales y su hábitat está en el centro de la crisis climática. El Antropoceno se representa a través de los cuerpos de los indígenas, los animales y las mujeres porque esta supuesta época geológica de un impacto humano significativo en la geología y los ecosistemas de la Tierra no fue provocada por todos los humanos. Entonces, ¿quién es el responsable? La respuesta breve es el hombre occidental. Sus causas (las industrias extractivas y contaminantes), consecuencias (la catástrofe climática, mucho peor para unos que para otros), beneficios (embolsados por esos malditos multimillonarios) y costes (los desposeídos de la Tierra, con toda la miseria que se les ha impuesto) están distribuidos de forma muy desigual.
Invocando una humanidad homogénea, el “Antropoceno” pasa por alto esta desigualdad estructural y oculta las causas profundas de lo que se supone que está explicando, incluida la “producción racializada de valor diferencial”. Esto se remonta al menos a Carl Linnaeus, que introdujo el término Homo sapiens e identificó cuatro subespecies de Homo, encabezadas por el blanco e ilustrado Homo sapiens europaeus y bajando, bajando, bajando hasta el negro Homo sapiens afer (originario de la provincia africana del Imperio Romano) al que describió como perezoso e impetuoso.
Las palabras que utilizamos conforman nuestra manera de pensar, y Francis Bacon, líder del establishment científico del siglo XVII, sentó muchas de las bases de género para la comprensión actual de la naturaleza. El pecho y el vientre de ella guardaban secretos y había que penetrarla por la fuerza para que ella los revelara. Él, como científico y eminencia jurídica implicada en juicios de brujas, utilizó la tortura de las brujas como metáfora al hablar de la extracción de los secretos de la naturaleza: “para la ulterior revelación de los secretos de la naturaleza… un hombre [no debería] tener escrúpulos en entrar y penetrar en estos agujeros y rincones, cuando la inquisición de la verdad es todo su objeto”. Las metáforas sexuales, violatorias e inquisitoriales de Bacon sobre la tortura y la esclavitud de un sujeto femenino se han filtrado a lo largo de los años en las concepciones actuales del extractivismo. Su concepto de naturaleza es difícil de separar de las imágenes de las mujeres reservadas, desafiantes y supuestamente malvadas que eran perseguidas y torturadas como brujas.
De hecho, la degradación de la mujer como ser humano apareció siglos antes de la época de Bacon, en los textos médicos hipocráticos de varios autores de los siglos V y IV a.C., que son fundacionales en la tradición médica occidental. En ellos, los hombres racionales se presentan como seres primordialmente espirituales, mientras que las mujeres no pueden elevarse por encima del asunto animal de concebir y dar a luz. El espíritu se eleva sobre la materia y los hombres sobre las mujeres, que son propensas a la locura (¿una forma de brujería de otro mundo?), dando lugar a la palabra “histeria” (que proviene de “útero errante”, hysteron). Los autores hipocráticos, que llegaron a la conclusión de que los poderes procreadores femeninos no eran tales porque las mujeres eran meros receptáculos del esperma que contenía el espíritu masculino, “iniciaron una estrategia de larga data en el pensamiento occidental de reducir la salud de la mujer a su capacidad reproductiva y convertir a los hombres en sus guardianes”. Gerda Lerner sostiene en La creación del patriarcado que “esta devaluación simbólica de la mujer en relación con lo divino se convierte en una de las metáforas fundacionales de la civilización occidental”. La otra metáfora fundacional la proporciona la filosofía aristotélica, que da por sentado que las mujeres son seres humanos incompletos y dañados de un orden totalmente distinto al de los hombres”. Estos dos pilares de la cultura occidental han sobrevivido para hacer que la subordinación de la mujer parezca natural.
El colonialismo dejó su propio legado de violencia de género que ha acabado transformándose en formas neocoloniales de desposesión (minería, madera, pesca, petróleo, por ejemplo) -a veces utilizando la violación como arma– que destruyen los ecosistemas y hacen a las personas aún más vulnerables e incluso prescindibles. Mientras tanto, en las guerras -frecuentemente un efecto retardado del colonialismo- una táctica llamada “genocidio por fecundación forzada”, que afecta a más de una generación, sigue siendo una estrategia de limpieza étnica. La violencia sexual es una parte de un sistema interrelacionado que se propone colonizar, saquear y destruir comunidades y sociedades enteras. Y la colonización también tiene un perverso efecto bumerán en el corazón mismo del imperio. En Discurso sobre el colonialismo (1950), Aimé Césaire señala que, cualesquiera que sean los intentos de justificar la violencia, “la colonización trabaja para descivilizar al colonizador, para embrutecerlo en el verdadero sentido de la palabra, para degradarlo, para despertar en él instintos enterrados, la codicia, la violencia, el odio de raza y el relativismo moral”.
Los portadores del saber antiguo se convierten en un obstáculo para un nuevo orden en el que el saber, que ya no forma parte de una manera de ser comunitaria, es una mercancía individualizada. Y, hoy en día, esta negación de los saberes ancestrales se encarna especialmente en los pueblos indígenas. Si para los occidentales es difícil ver la estrecha relación entre las agresiones a las mujeres, a los pueblos indígenas y a la naturaleza, para las mujeres indígenas es evidente, como por ejemplo para Hamangaí Marcos Melo Pataxó, activista de 24 años de la comunidad Pataxó Hã-Hã-Hãe Caramuru (Brasil), que reclama la “recuperación del cuerpo femenino indígena, que fue colonizado al igual que la tierra que habita. Hay que reivindicarlo como algo sagrado, parte integrante de la naturaleza”.
Ningún cambio social existe de forma aislada, por lo que hubo otras formas interrelacionadas de separar a los humanos del mundo natural. La “naturaleza” no es un dato eterno, sino una construcción moderna y, tal como la conocemos hoy, es básicamente un producto (también en el sentido de mercancía) de la jerarquización del capitalismo. Es algo para saquear, consumir o encerrar en parques “naturales”, pero no para formar parte de él. Cuando la naturaleza se convirtió en un factor de producción, tuvo que ser determinada, contabilizada, pasiva y rentable, por lo que otras nociones cualitativas de espacio y tiempo fueron proscritas como forma de resistencia a la regularización cuantificada del proceso productivo. Vivir sin números es inimaginable en Occidente, pero hay lenguas amazónicas como el munduruku para las que los números (en este caso, después del cinco) son innecesarios. La ausencia de números expresa cohesión social. Para ellos, “la idea de contar niños es ridícula. ¿Por qué querría un adulto munduruku contar a sus hijos? Todos los adultos de la comunidad se ocupan de ellos”. Los pirahã tampoco necesitan números. Conocen la utilidad y la ubicación de todas las plantas importantes de su zona; entienden el comportamiento de los animales locales y cómo atraparlos y evitarlos”. Los anuméricos pirahã consideran “ridículamente inferiores todas las formas de discurso humano que no sean las suyas” y se refieren a otras lenguas como “cabeza torcida”. Vaya con la ilustración civilizada.
La naturaleza “civilizada” tuvo que ser sobrenaturalizada y apropiada por las religiones occidentales. El hombre no natural era su habitante, dominado por un dios en su cielo con su propia jerarquía esplendorosa en la Tierra, y especialmente en Roma, un dios que se dice que exige obediencia y cuotas para sus iglesias, una idea que tuvo que ser difundida en el extranjero por misioneros y militares, imponiendo y legitimando la colonización y la esclavitud en nombre de algo superior a la naturaleza. Desde la perspectiva civilizada de las religiones occidentales que habían borrado de los libros sagrados a una insumisa Lilith inicial, madre de todas las brujas quizás (“‘¿Por qué debo yacer debajo de ti?’, preguntó. Yo también fui hecha del polvo, y por tanto soy igual a ti”), y la sustituyó por una Eva menos igual (un subproducto de Adán y su costilla), las diferencias de clase, sexo, raza y género eran innatas, por lo que los humanos “menores”, más naturales, tenían que servir a los humanos superiores, desnaturalizados y civilizados.
El desplazamiento a las ciudades (todo el camino hasta el capitalismo de la vigilancia, la inteligencia artificial, los algoritmos y los cyborgs) desarraigó a los seres humanos de sus vidas ligadas a la tierra. Ahora están enchufados a vidas (incluida la vida sexual) vividas en pantallas. La ciencia moderna, antimágica y antimisteriosa (que entra y penetra en agujeros y rincones) tenía género masculino y todo formaba parte de una fantasía omnipotente de gobernar un universo calculable y, por tanto, contenible. Las ciudades y la ciencia atacaban una de las formas más naturales de expresión humana: el sexo. Juntos ayudaron a limitar a las mujeres en el espacio social y a encorsetar la sexualidad femenina libre en una forma procreativa aceptable confinada al hogar unifamiliar, al tiempo que prohibían la homosexualidad y, por ejemplo, penalizaban el aborto, lo que significa el control estatal de los cuerpos, el sexo y las funciones reproductivas, y básicamente la creación de un subconjunto humano de trabajadores reproductivos no remunerados. Y esto no es historia antigua. En al menos trece estados de EE.UU. el aborto está actualmente prohibido, a veces sin excepciones por incesto o violación.
El racismo, la misoginia y una modernidad hipermasculinizada basada en los combustibles fósiles han hecho del derecho a explotar la naturaleza una forma de reforzar la masculinidad frágil, desconectada desde hace tiempo de la sexualidad natural y obsesionada con la imagen. Cara Daggett describe el triste alivio autoerótico de los herederos de Francis Bacon con problemas de testosterona: “Los sistemas de combustibles fósiles proporcionan un dominio para el desahogo explosivo, y todos los placeres que conlleva: perforación, excavación, fracturación hidráulica, remoción de la cima de las montañas, camiones diésel”. Y toda esa masculinidad frustrada y desnaturalizada, toda esa perforación ha conducido a esto: 11,1 millones de hectáreas de superficie forestal tropical y 3,75 millones de hectáreas de bosque primario, y cantidades récord de bosques boreales destruidos el año pasado; la peor temporada de incendios forestales de la historia en Siberia; una élite contaminante en el Reino Unido responsable de la misma cantidad de emisiones de dióxido de carbono en un año que el 10% más pobre durante más de dos décadas; y cuatro defensores de la selva tropical asesinados cada semana desde el acuerdo climático de París de 2016. Y más.
Hay otras formas de estar en el mundo, empezando por reconocer que el Homo sapiens no es más que un amasijo de material biológico, más del 50% del cual ni siquiera es humano, sino que está compuesto por microscópicos colonos. Ya es hora de que los humanos consumidores capitalistas occidentales bajen a la tierra, de que aprendan a vivir en el mundo y con todas sus criaturas. Esto podría implicar cuestionar nociones tan básicas como las lenguas occidentales y su aceptación de la “flecha del tiempo”, una metáfora destructiva en la que el progreso descansa en la erradicación de un pasado generalmente falsificado, un presente embadurnado de noticias falsas y un futuro ilusorio construido sobre esperanzas, deseos, miedos y anhelos. ¿Y si consideráramos e intentáramos aprender de otros esquemas temporales como el de los pirahã que, con su eterno presente sin número, no viven según la Biblia sino según una gramática de la felicidad?
En el popurrí de cosas que aterrizaron en mi mesa esta semana, había un relato de cómo el pueblo runa del Amazonas vive en su mundo. Un cazador runa instruye al antropólogo Eduardo Kohn para que duerma boca arriba: “Si… un jaguar te ve capaz de mirar hacia atrás -un yo como él mismo, un tú– te dejará en paz. Pero [si duermes boca abajo] si llega a verte como una presa -como un ello– puedes convertirte en carne muerta”. Aquí, el animal no es el ello. El ello, la cosa u objeto, es el ser humano que se ciega a sí mismo. El depredador que reconoce a Kohn como otro yo determina su supervivencia. Los occidentales, tan acostumbrados a etiquetar a otros seres y decidir su destino sobre esa base, tan adictos a la forma de compartimentar las cosas del señor Linneo, necesitan comprender que otros seres son “yoes con alma, significantes e intencionales” y que ellos también pueden decidir si nosotros somos personas o cosas. Tenemos que intentar averiguar qué implica esto, sobre todo ahora que la COP27 pretende reparar el mundo roto en una cumbre celebrada en un estado policial patrocinado por el mayor contaminador de plásticos del planeta.
Julie Wark antropóloga y traductora profesional, es autora del “Manifiesto de derechos humanos” (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. En enero de 2018 se publicó su último libro, “Against Charity” (Counterpunch, 2018), en colaboración con Daniel Raventós, editado en castellano (Icaria) y catalán (Arcadia).
fuentes:
https://sinpermiso.info/textos/lenguaje-desnaturalizacion-y-la-mirada-del-jaguar
https://www.counterpunch.org/2022/11/13/language-denaturing-and-the-jaguars-gaze/
también editado en https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2022/12/18/lenguaje-desnaturalizacion-y-la-mirada-del-jaguar/
redlatinasinfronteras.sur [at] gmail.com
y en Indymedia Argentina: https://publicar.argentina.indymedia.org/?p=10950
Julie Wark (*)
sinpermiso.info/
18/12/2022
Cuando trabajas como traductora freelance, a veces se amontonan extrañas constelaciones de cosas sobre tu mesa, como si quisieran que las liberaras de su estado fragmentario intentando verlas como un conjunto. Así, lo que se aglutinó la semana pasada fue revisar una traducción al catalán de un texto de Wendy Hollway titulado How the Light Gets in: Beyond Psychology’s Modern Individual; traducir al inglés una novela, aparentemente sobre el amor del escritor catalán por su gato (llamado Nube) pero también los intentos fallidos de un hombre de ciudad por encajar en una pequeña comunidad rural cerrada; escribir un texto para una gran exposición sobre el Amazonas y el conocimiento indígena; e intentar volver a un libro a medio escribir sobre sexo, género y derechos humanos. Todas estas rarezas han revelado un patrón de ciertos aspectos de la catástrofe climática y sus orígenes en la modernidad, la ciencia, las nociones de naturaleza, el género, el lenguaje y la violencia. Lo que sigue no puede ser nada parecido a una disquisición, sino sólo impresiones de lo que he vislumbrado.
Nadie, salvo los negacionistas más recalcitrantes, puede desestimar la evidencia de que la destrucción humana de la naturaleza, sus animales, vegetales y minerales, lo ha llevado todo al borde de la extinción. Pero esto no ha ocurrido de la noche a la mañana. Un punto álgido es el genocidio, hace siglos, en una época en la que los humanos estaban cortando brutalmente su conexión con la naturaleza y, como resultado, su naturaleza humana. De hecho, la palabra “humano” procede originalmente del latín humanus, relacionado con humus que significa “tierra” y seres terrenales, en contraposición a dioses (lo que hace a todos los seres más o menos iguales en virtud de ese hecho). Esta ruptura es la piedra angular de los actuales modelos de injusticia. En palabras de Hollway, la modernidad supuso la “embestida de 500 años contra las relaciones precapitalistas y animistas con el mundo natural que se produjeron en Europa a partir del siglo XV y se extendieron desde allí” (tanto en el espacio como en el tiempo).
Un estudio reciente calcula que los colonos europeos mataron o provocaron la muerte por enfermedad de unos 56 millones de indígenas en cien años tras su llegada a América. Toda esta muerte cambió el clima global porque “la Gran Mortandad de los Pueblos Indígenas de las Américas condujo al abandono de suficientes tierras despejadas en las Américas como para que la absorción terrestre de carbono resultante tuviera un impacto detectable tanto en el CO2 atmosférico como en las temperaturas globales del aire superficial en los dos siglos anteriores a la Revolución Industrial”. Por lo tanto, contrariamente a lo que muchos científicos han creído sobre las causas naturales, el genocidio fue un factor importante de la intensificación de los efectos de los gases de efecto invernadero de la Pequeña Edad de Hielo (siglos XIV a XIX). La muerte de los indígenas americanos también provocó cambios en la sociedad, la geografía, la economía y la historia europeas cuando los recursos naturales saqueados y enviados desde el Nuevo Mundo permitieron que la población y las ciudades europeas se expandieran, y que la gente abandonara la agricultura de subsistencia para trabajar por un salario en las primeras industrias y comprar nuevos bienes en los nuevos mercados.
Una parte de la historia, la del género, suele pasarse por alto. Una notable excepción es Silvia Federici, que muestra cómo los gobernantes tenían que controlar no sólo los medios de producción, sino también los de reproducción (es decir, las mujeres). Si una mujer era revoltosa, tenía que ser una bruja, “la comunista y terrorista de su tiempo, que requería un impulso ‘civilizador’ para producir la nueva ‘subjetividad’ y división sexual del trabajo en la que se basaría la disciplina laboral capitalista”. Si el honor del hombre pertenecía a la esfera pública y estaba relacionado con la propiedad, el de la mujer se situaba en su cuerpo de virgen pura, esposa fiel o viuda respetable. No era su honor sino el de su marido, pues ella era una propiedad, un bien mueble que no podía negar a su marido sus “derechos” sobre su cuerpo. Sin embargo, en realidad, las mujeres desempeñaban funciones esenciales. Daban a luz, criaban a las nuevas generaciones, controlaban la anticoncepción y el aborto, eran curanderas y gestionaban todo tipo de relaciones en el mundo natural precapitalista. Y estos poderes tuvieron que ser reprimidos entonces, y también hoy, cuando todavía están muy vivos en muchas sociedades indígenas y las exigencias del capitalismo requieren que sean extirpados.
La relación privilegiada de las mujeres con el mundo natural no era explotable, así que había que cambiarla. Más allá de los poderes de los hombres, se llamaba magia y esto era “un obstáculo para la racionalización del proceso de trabajo … una forma de negarse a trabajar, de insubordinación, y un instrumento de resistencia popular al poder”. La respuesta fue la caza de brujas, una guerra de terror contra las mujeres europeas y también contra los súbditos coloniales para obligarlas a aceptar sus nuevas funciones (re)productivas y sus identidades sociales degradadas. El terror sigue activo contra las mujeres indígenas que se niegan a ser un medio de producción y reproducción capitalista. Un ejemplo son los ataques contra las mujeres tribales de la India que resisten aferrándose a las antiguas formas de producción de subsistencia.
Si hay que controlar la reproducción, el cuerpo de las mujeres se convierte en sospechoso. El neoliberalismo y su representación de las mujeres las ha llevado a desnaturalizar y mutilar obedientemente sus propios cuerpos, lo cual es, por supuesto, un buen negocio. La vergüenza corporal se infunde insidiosamente de todo tipo de maneras, desde llamar a la menstruación la “maldición” (la curiosa Eva que recae sobre todas las mujeres) hasta el Botox casi obligatorio, los retoques, pasando por la vaporización de la vagina promocionada por Gwyneth-Paltrow a 250 libras la unidad, “increíbles productos de belleza para la vagina”, la “vagina de diseño”, la “optimización” de la vagina con rejuvenecimiento, la labioplastia, la reducción del capuchón del clítoris, la himenoplastia, el aumento de los labios mayores, la vaginoplastia, la liposucción del monte de Venus y la depilación de la zona genital, por no hablar del vajazzling (pegar brillantes o cristales de Swarovski en el “chochete”). La vulva debe estar limpia y ordenada. Las visiones genéricas del cuerpo, el sexo, la higiene y las manifestaciones físicas normativas de la sexualidad funcionan como industria capitalista.
Estas correcciones corporales son una forma de desencantar los poderes de las mujeres y, si se quiere dominar el mundo, hay que “desencantar” todo controlándolo. Lo mismo ocurre con los pueblos indígenas, los actuales defensores de los bosques, y su cosmos. El cosmos de la bruja como organismo vivo poblado por fuerzas ocultas, en el que cada elemento está en sintonía con los demás, está muy próximo a la cosmovisión indígena. Para que existiera el capitalismo, había que destruir las creencias que vinculaban a las personas con los animales, la tierra, el sol, las estrellas, la luna, los mares, los ríos y las rocas. La división del trabajo en función del género también exigía una separación entre humanos y animales y, hoy en día, el desprecio por los animales y su hábitat está en el centro de la crisis climática. El Antropoceno se representa a través de los cuerpos de los indígenas, los animales y las mujeres porque esta supuesta época geológica de un impacto humano significativo en la geología y los ecosistemas de la Tierra no fue provocada por todos los humanos. Entonces, ¿quién es el responsable? La respuesta breve es el hombre occidental. Sus causas (las industrias extractivas y contaminantes), consecuencias (la catástrofe climática, mucho peor para unos que para otros), beneficios (embolsados por esos malditos multimillonarios) y costes (los desposeídos de la Tierra, con toda la miseria que se les ha impuesto) están distribuidos de forma muy desigual.
Invocando una humanidad homogénea, el “Antropoceno” pasa por alto esta desigualdad estructural y oculta las causas profundas de lo que se supone que está explicando, incluida la “producción racializada de valor diferencial”. Esto se remonta al menos a Carl Linnaeus, que introdujo el término Homo sapiens e identificó cuatro subespecies de Homo, encabezadas por el blanco e ilustrado Homo sapiens europaeus y bajando, bajando, bajando hasta el negro Homo sapiens afer (originario de la provincia africana del Imperio Romano) al que describió como perezoso e impetuoso.
Las palabras que utilizamos conforman nuestra manera de pensar, y Francis Bacon, líder del establishment científico del siglo XVII, sentó muchas de las bases de género para la comprensión actual de la naturaleza. El pecho y el vientre de ella guardaban secretos y había que penetrarla por la fuerza para que ella los revelara. Él, como científico y eminencia jurídica implicada en juicios de brujas, utilizó la tortura de las brujas como metáfora al hablar de la extracción de los secretos de la naturaleza: “para la ulterior revelación de los secretos de la naturaleza… un hombre [no debería] tener escrúpulos en entrar y penetrar en estos agujeros y rincones, cuando la inquisición de la verdad es todo su objeto”. Las metáforas sexuales, violatorias e inquisitoriales de Bacon sobre la tortura y la esclavitud de un sujeto femenino se han filtrado a lo largo de los años en las concepciones actuales del extractivismo. Su concepto de naturaleza es difícil de separar de las imágenes de las mujeres reservadas, desafiantes y supuestamente malvadas que eran perseguidas y torturadas como brujas.
De hecho, la degradación de la mujer como ser humano apareció siglos antes de la época de Bacon, en los textos médicos hipocráticos de varios autores de los siglos V y IV a.C., que son fundacionales en la tradición médica occidental. En ellos, los hombres racionales se presentan como seres primordialmente espirituales, mientras que las mujeres no pueden elevarse por encima del asunto animal de concebir y dar a luz. El espíritu se eleva sobre la materia y los hombres sobre las mujeres, que son propensas a la locura (¿una forma de brujería de otro mundo?), dando lugar a la palabra “histeria” (que proviene de “útero errante”, hysteron). Los autores hipocráticos, que llegaron a la conclusión de que los poderes procreadores femeninos no eran tales porque las mujeres eran meros receptáculos del esperma que contenía el espíritu masculino, “iniciaron una estrategia de larga data en el pensamiento occidental de reducir la salud de la mujer a su capacidad reproductiva y convertir a los hombres en sus guardianes”. Gerda Lerner sostiene en La creación del patriarcado que “esta devaluación simbólica de la mujer en relación con lo divino se convierte en una de las metáforas fundacionales de la civilización occidental”. La otra metáfora fundacional la proporciona la filosofía aristotélica, que da por sentado que las mujeres son seres humanos incompletos y dañados de un orden totalmente distinto al de los hombres”. Estos dos pilares de la cultura occidental han sobrevivido para hacer que la subordinación de la mujer parezca natural.
El colonialismo dejó su propio legado de violencia de género que ha acabado transformándose en formas neocoloniales de desposesión (minería, madera, pesca, petróleo, por ejemplo) -a veces utilizando la violación como arma– que destruyen los ecosistemas y hacen a las personas aún más vulnerables e incluso prescindibles. Mientras tanto, en las guerras -frecuentemente un efecto retardado del colonialismo- una táctica llamada “genocidio por fecundación forzada”, que afecta a más de una generación, sigue siendo una estrategia de limpieza étnica. La violencia sexual es una parte de un sistema interrelacionado que se propone colonizar, saquear y destruir comunidades y sociedades enteras. Y la colonización también tiene un perverso efecto bumerán en el corazón mismo del imperio. En Discurso sobre el colonialismo (1950), Aimé Césaire señala que, cualesquiera que sean los intentos de justificar la violencia, “la colonización trabaja para descivilizar al colonizador, para embrutecerlo en el verdadero sentido de la palabra, para degradarlo, para despertar en él instintos enterrados, la codicia, la violencia, el odio de raza y el relativismo moral”.
Los portadores del saber antiguo se convierten en un obstáculo para un nuevo orden en el que el saber, que ya no forma parte de una manera de ser comunitaria, es una mercancía individualizada. Y, hoy en día, esta negación de los saberes ancestrales se encarna especialmente en los pueblos indígenas. Si para los occidentales es difícil ver la estrecha relación entre las agresiones a las mujeres, a los pueblos indígenas y a la naturaleza, para las mujeres indígenas es evidente, como por ejemplo para Hamangaí Marcos Melo Pataxó, activista de 24 años de la comunidad Pataxó Hã-Hã-Hãe Caramuru (Brasil), que reclama la “recuperación del cuerpo femenino indígena, que fue colonizado al igual que la tierra que habita. Hay que reivindicarlo como algo sagrado, parte integrante de la naturaleza”.
Ningún cambio social existe de forma aislada, por lo que hubo otras formas interrelacionadas de separar a los humanos del mundo natural. La “naturaleza” no es un dato eterno, sino una construcción moderna y, tal como la conocemos hoy, es básicamente un producto (también en el sentido de mercancía) de la jerarquización del capitalismo. Es algo para saquear, consumir o encerrar en parques “naturales”, pero no para formar parte de él. Cuando la naturaleza se convirtió en un factor de producción, tuvo que ser determinada, contabilizada, pasiva y rentable, por lo que otras nociones cualitativas de espacio y tiempo fueron proscritas como forma de resistencia a la regularización cuantificada del proceso productivo. Vivir sin números es inimaginable en Occidente, pero hay lenguas amazónicas como el munduruku para las que los números (en este caso, después del cinco) son innecesarios. La ausencia de números expresa cohesión social. Para ellos, “la idea de contar niños es ridícula. ¿Por qué querría un adulto munduruku contar a sus hijos? Todos los adultos de la comunidad se ocupan de ellos”. Los pirahã tampoco necesitan números. Conocen la utilidad y la ubicación de todas las plantas importantes de su zona; entienden el comportamiento de los animales locales y cómo atraparlos y evitarlos”. Los anuméricos pirahã consideran “ridículamente inferiores todas las formas de discurso humano que no sean las suyas” y se refieren a otras lenguas como “cabeza torcida”. Vaya con la ilustración civilizada.
La naturaleza “civilizada” tuvo que ser sobrenaturalizada y apropiada por las religiones occidentales. El hombre no natural era su habitante, dominado por un dios en su cielo con su propia jerarquía esplendorosa en la Tierra, y especialmente en Roma, un dios que se dice que exige obediencia y cuotas para sus iglesias, una idea que tuvo que ser difundida en el extranjero por misioneros y militares, imponiendo y legitimando la colonización y la esclavitud en nombre de algo superior a la naturaleza. Desde la perspectiva civilizada de las religiones occidentales que habían borrado de los libros sagrados a una insumisa Lilith inicial, madre de todas las brujas quizás (“‘¿Por qué debo yacer debajo de ti?’, preguntó. Yo también fui hecha del polvo, y por tanto soy igual a ti”), y la sustituyó por una Eva menos igual (un subproducto de Adán y su costilla), las diferencias de clase, sexo, raza y género eran innatas, por lo que los humanos “menores”, más naturales, tenían que servir a los humanos superiores, desnaturalizados y civilizados.
El desplazamiento a las ciudades (todo el camino hasta el capitalismo de la vigilancia, la inteligencia artificial, los algoritmos y los cyborgs) desarraigó a los seres humanos de sus vidas ligadas a la tierra. Ahora están enchufados a vidas (incluida la vida sexual) vividas en pantallas. La ciencia moderna, antimágica y antimisteriosa (que entra y penetra en agujeros y rincones) tenía género masculino y todo formaba parte de una fantasía omnipotente de gobernar un universo calculable y, por tanto, contenible. Las ciudades y la ciencia atacaban una de las formas más naturales de expresión humana: el sexo. Juntos ayudaron a limitar a las mujeres en el espacio social y a encorsetar la sexualidad femenina libre en una forma procreativa aceptable confinada al hogar unifamiliar, al tiempo que prohibían la homosexualidad y, por ejemplo, penalizaban el aborto, lo que significa el control estatal de los cuerpos, el sexo y las funciones reproductivas, y básicamente la creación de un subconjunto humano de trabajadores reproductivos no remunerados. Y esto no es historia antigua. En al menos trece estados de EE.UU. el aborto está actualmente prohibido, a veces sin excepciones por incesto o violación.
El racismo, la misoginia y una modernidad hipermasculinizada basada en los combustibles fósiles han hecho del derecho a explotar la naturaleza una forma de reforzar la masculinidad frágil, desconectada desde hace tiempo de la sexualidad natural y obsesionada con la imagen. Cara Daggett describe el triste alivio autoerótico de los herederos de Francis Bacon con problemas de testosterona: “Los sistemas de combustibles fósiles proporcionan un dominio para el desahogo explosivo, y todos los placeres que conlleva: perforación, excavación, fracturación hidráulica, remoción de la cima de las montañas, camiones diésel”. Y toda esa masculinidad frustrada y desnaturalizada, toda esa perforación ha conducido a esto: 11,1 millones de hectáreas de superficie forestal tropical y 3,75 millones de hectáreas de bosque primario, y cantidades récord de bosques boreales destruidos el año pasado; la peor temporada de incendios forestales de la historia en Siberia; una élite contaminante en el Reino Unido responsable de la misma cantidad de emisiones de dióxido de carbono en un año que el 10% más pobre durante más de dos décadas; y cuatro defensores de la selva tropical asesinados cada semana desde el acuerdo climático de París de 2016. Y más.
Hay otras formas de estar en el mundo, empezando por reconocer que el Homo sapiens no es más que un amasijo de material biológico, más del 50% del cual ni siquiera es humano, sino que está compuesto por microscópicos colonos. Ya es hora de que los humanos consumidores capitalistas occidentales bajen a la tierra, de que aprendan a vivir en el mundo y con todas sus criaturas. Esto podría implicar cuestionar nociones tan básicas como las lenguas occidentales y su aceptación de la “flecha del tiempo”, una metáfora destructiva en la que el progreso descansa en la erradicación de un pasado generalmente falsificado, un presente embadurnado de noticias falsas y un futuro ilusorio construido sobre esperanzas, deseos, miedos y anhelos. ¿Y si consideráramos e intentáramos aprender de otros esquemas temporales como el de los pirahã que, con su eterno presente sin número, no viven según la Biblia sino según una gramática de la felicidad?
En el popurrí de cosas que aterrizaron en mi mesa esta semana, había un relato de cómo el pueblo runa del Amazonas vive en su mundo. Un cazador runa instruye al antropólogo Eduardo Kohn para que duerma boca arriba: “Si… un jaguar te ve capaz de mirar hacia atrás -un yo como él mismo, un tú– te dejará en paz. Pero [si duermes boca abajo] si llega a verte como una presa -como un ello– puedes convertirte en carne muerta”. Aquí, el animal no es el ello. El ello, la cosa u objeto, es el ser humano que se ciega a sí mismo. El depredador que reconoce a Kohn como otro yo determina su supervivencia. Los occidentales, tan acostumbrados a etiquetar a otros seres y decidir su destino sobre esa base, tan adictos a la forma de compartimentar las cosas del señor Linneo, necesitan comprender que otros seres son “yoes con alma, significantes e intencionales” y que ellos también pueden decidir si nosotros somos personas o cosas. Tenemos que intentar averiguar qué implica esto, sobre todo ahora que la COP27 pretende reparar el mundo roto en una cumbre celebrada en un estado policial patrocinado por el mayor contaminador de plásticos del planeta.
Julie Wark antropóloga y traductora profesional, es autora del “Manifiesto de derechos humanos” (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. En enero de 2018 se publicó su último libro, “Against Charity” (Counterpunch, 2018), en colaboración con Daniel Raventós, editado en castellano (Icaria) y catalán (Arcadia).
fuentes:
https://sinpermiso.info/textos/lenguaje-desnaturalizacion-y-la-mirada-del-jaguar
https://www.counterpunch.org/2022/11/13/language-denaturing-and-the-jaguars-gaze/
también editado en https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2022/12/18/lenguaje-desnaturalizacion-y-la-mirada-del-jaguar/
redlatinasinfronteras.sur [at] gmail.com
y en Indymedia Argentina: https://publicar.argentina.indymedia.org/?p=10950
For more information:
https://redlatinasinfronteras.wordpress.co...
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